Todo comenzó como un antojo, como las simples ganas de una joven de 20 años de salir de su pequeño mundo y abrir fronteras, conocer gente, lugares, tener experiencias que me hicieran madurar y crecer como persona.
¿Es necesario irse del país para madurar?, me preguntó un dia un amigo. Me quedé perpleja, sabía que no era necesario… pero yo tenía muchas ganas de hacerlo.
Contacté por mi cuenta una “agencia” cuyo nombre no revelaré aquí, y me dijeron que para poder darme información debía asistir a una reunión; el problema era que mis clases en la universidad siempre se cruzaban con dichas reuniones. Pues no aguanté mucho tiempo la ansiedad y un día decidí no ir a clase y “volarme” para conocer todo sobre este programa llamado au pair.
De allá salí emocionada. Llegué a mi casa y le mostré a mi mamá todos los papeles que me habían dado e inmediatamente me apoyó como siempre lo hace. El problema era mi papá. Sabía que no estaría muy feliz con mi decisión, pero tuvieron que pasar unos días para que pudiera decírselo. A esas alturas yo ya había pagado la inscripción por mi cuenta.
Continúe con los papeles; las exigencias eran bastantes: horas de trabajo con niños, video, fotos, una larga aplicación sobre mi, conducción, curso de primeros auxilios, entre otras cosas. Los fines de semana los pasaba en una fundación llena de niños que me recibían con abrazos y gritos. Alli aprendí a tener control sobre los niños y a quererlos un poco mas. Digo un poco mas porque nunca he sido amante de estos, no tuve hermanos pequeños, primitos, niños pequeños cerca. De todas maneras me inscribi en el programa por la oportunidad de viajar, trabajar y aprender ingles a un bajo costo, teniendo en cuenta que cumplía con mi objetivo de ser mas independiente y madura.
Así empezó todo… con ganas, muchísimas ganas de tener increíbles experiencias fuera del “hotel mamá”.
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